
Por Cecilia Vergnano (OACU)
El presente texto es la segunda de las dos partes que conforman la totalidad del artículo. Para ver la primera, pinchar aquí.
Las nuevas viviendas, a las cuales las familias seleccionadas están destinadas, no son de protección oficial, con alquileres a precios accesibles. Una de las cláusulas del proyecto es que éstas tienen que provenir del mercado de vivienda libre. Y es aquí donde aparece esa palabra mágica que se presenta como la moderna solución a todos los problemas de vivienda de la ciudad: la expresión inglesa (que suena más guay) social housing. Como las viviendas de protección oficial son tabú (ya nadie habla de ellas como solución al problema) la novedad es la vivienda social (atención, se pronuncia con acento inglés): pisos de renta libre, gestionados por asociaciones y organizaciones privadas, en los cuales acoger a las familias más “frágiles” que, por otro lado, han de hacer una contribución económica por su parte: el resto lo paga la organización privada, evidentemente no de su bolsillo, sino con el dinero público del cual dispone para la realización del proyecto. Una vez acabado el mismo, la familia, ahora en teoría “incluida” y dotada de medios de sostenimiento autónomos, tiene que abandonar la casa, de la que la organización puede disponer, por otro lado, en caso de renovación del proyecto o para nuevas “emergencias humanitarias”.
La inserción de las familias de Lungo Stura en viviendas fuera del campo se realiza conforme a este modelo. Los edificios y las estructuras a los cuales son transferidos no son evidentemente de lo más acogedor. Hay familias numerosas transferidas a viviendas de una sola habitación, o varias familias obligadas a convivir en el mismo piso. En corso Vigevano hay un edificio que “acoge” a varias familias. Se encuentra situado encima de una discoteca no aislada acústicamente que pone música desde el martes hasta el domingo, vigilado con videocámaras en los pasillos y donde el uso del espacio está sujeto a un reglamento estricto: prohibición de acoger invitados por la noche, prohibición de detenerse en grupo en los pasillos, 2 euros por hacer una lavadora (con tu propio detergente). El “housing” de corso Vigevano está gestionado por una asociación cuya presidenta, en una conversación privada, ha declarado que “Este lugar está bastante cerca del centro, pero es un barrio de miserables, marroquiés, tuinisíes… está bien para los rom.”
El mecanismo que subyace a estas relocalizaciones, y que permite a las asociaciones y al Ayuntamiento hablar de “democraticidad” del proceso y “participación” de las familias, es el así llamado “pacto de emersión”. De hecho, todavía no se ha acabado la larga lista de perversiones institucionales a las cuales las familias del campo han sido sometidas, puesto que todavía no se ha hablado de este dispositivo fundamental, el “pacto de emersión”, que permite justificar todas las perversiones precedentes.
Entre los antropólogos e investigadores interesados en la observación y análisis del proyecto de “La Cittá Possibile”, que yo sepa, nadie ha tenido la ocasión de leer o visionar uno de estos “pactos de emersión”. Sólo se sabe, como dogmas, que existen: su existencia es publicitada por sus promotores (las asociaciones), y confirmada por las familias que han tenido que firmarlos. Se trata de una forma de contrato, cuya validez jurídica y legal habría que demostrar, que vincula las familias y los operadores sociales que las toman a cargo. En dicho contrato, cada una de las partes se compromete a asumir algunas responsabilidades: por ejemplo a las familias se les pide derribar su propia barraca y separar el material de la que está construida para la recogida diferenciada; comprometerse a participar a los gastos para la gestión del proyecto y a los cursos de formación laboral; a aceptar los trabajos eventualmente encontrados por los operadores (a través del mecanismo de la bolsa de trabajo); a aprender italiano y a mandar cada día a los niños a la escuela. En más de una ocasión, de cara al público con poder electoral, se subraya que el proceso de “inserción”, “integración” o “emersión” es un proceso duro y pesado que requiere fuerza de voluntad y determinación por parte de las familias, y que no todas están a la altura de cumplir este esfuerzo o “tienen ganas” de hacerlo. Se intenta lo más posible, en los discursos públicos, disuadir a los electores de pensar que “aquí lo que se está haciendo es dar casas a los rom”. Los rom siguen siendo sujetos estigmatizados que siempre, de alguna manera, tienen que vivir con una espada de Dámocles lista para cortar cabezas al mínimo error, la mayoría de las veces por comportamientos que no serían sancionados y señalados con tanta fuerza si se tratara de otros grupos sociales. Los rom se merecen siempre un castigo o, por lo menos, se tienen que ganar con duros esfuerzos, demostrando que se lo merecen, lo que para otros es simplemente un derecho.
Sin embargo, la firma del pacto es presentada como un mecanismo de participación democrático, subrayando que se trata de un acto totalmente voluntario – y de hecho “hay familias que no lo han firmado, y está bien así, nadie las puede obligar si ellas no quieren” (sic). Como cualquier pacto o contrato entre partes situadas en una estructura de poder y oportunidades fuertemente asimétrica (una de las partes tiene el poder de dispensar prestaciones y servicios, de una manera como se ha visto totalmente arbitraria, la otra solamente de elegir entre la alternativa de adherir al pacto o quedarse en la calle), no se puede hablar de libertad ni, mucho menos, de democraticidad.
Aún admitiendo que el alojamiento en esos pisos sea un alojamiento mejor para las familias respecto a la vida en las barracas a la orilla del río; aún admitiendo que el alojamiento en estas especie de estructuras / instituciones totales, para familias que no tienen ningún problema particular sino el de ser pobres, implique unas pérdidas de libertad respecto a la vida en el campo pero en cambio un aumento de seguridad; aún admitiendo todo esto, queda por averiguar qué pasará con estas familias una vez se haya acabado el proyecto, es decir, una vez que tengan que pagarse ellas mismas los alquileres y los gastos a precio de mercado (considerando que se han ido de Rumanía, donde en muchos casos ya tenían unas casas, justamente porque no podían sostener los gastos para mantenerlas y en Italia no han encontrado fuentes de ingreso que les permitan un estilo de vida muy superior al de las barracas). “En este momento sólo veo una nube oscura”, son las palabras de un operador involucrado en el proyecto, “estoy preocupado por lo que va a pasar de 2016 en adelante. Qué pasará con los núcleos familiares ‘emergidos’ que han ido a vivir a pisos… ¿Podrán pagarse el alquiler?”.

En la convocatoria del Concejo del VI Distrito me encuentro con otra operadora. “Sí sí”, me confiesa ella con la máxima sinceridad, “las casas las estamos consiguiendo, con mucho esfuerzo… pero trabajo no.” Queda entonces por descubrir qué tipo de sostenibilidad puede tener un proyecto semejante, donde las familias son mantenidas con dinero público durante un par de años, con la intermediación de las asociaciones, y luego dejadas en las mismas condiciones en las que se encontraban antes.
Gianni, el mismo operador crítico antes mencionado, reflexionó conmigo un día: “Con 5 millones de euros, para gastar en dos años, se podía dar un alojamiento a cuatro veces los rom, no sólo de los campos ilegales, sino también de los autorizados [de toda la ciudad]. Son 2.500.000 al año. En Lungo Stura habrá 200 familias. Entre Lungo Stura y Germagnano [otro asentamiento ilegal], 250 si las cuentas. Pero quedémonos sólo con los campos ilegales, 250 familias. 1.200 / 1.500 personas. Grosso modo, ¿ok? 250 familias, a las cuales das una contribución mensual para el alquiler, 200 euros, el resto lo ponen ellos. Alquileres que están entre los 300, 350 euros… Con 200 euros de contribución, una familia cuesta 2.500 euros al año. 5.000 euros por dos años. Son 1.250.000 euros. Duplica la contribución, ¡le das 400 euros! Llegas a 2.500.000. Porque hay que ser mínimamente científicos con estas cosas. ¿Ok? Con aquel dinero podían arreglar la situación de cuatro veces todos.”
En cambio, en el proyecto elaborado conjuntamente con la Prefectura, los 5.000.000 son empleados de otra manera: no solamente para vaciar el campo de Lungo Stura, sino también para recoger la basura próxima a los campos, o vallar los terrenos desalojados para evitar su reocupación.
En la reunión abierta del VI Distrito, el Asesor a los Servicios Sociales intenta brevemente hacer una síntesis de los trabajos realizados. Falta un año para el término del proyecto, ha pasado un mes desde el término previsto para el vaciamiento completo del campo, pero medio campo queda todavía por desalojar. El Asesor explica que 26 familias han sido alojadas en pisos y 52 en soluciones temporáneas de social housing. Son números muy reducidos respecto a todo el dinero empleado, pero nadie entre los presentes parece preocupado por esto. Las preocupaciones son otras, por ejemplo, el aumento de presencia en otros campos cercanos y el peligro de contaminación por los humos que en los campos se producen. Las autoridades no descartan un desalojo: “no todas las familias están destinadas a ser beneficiarias de este proyecto y yo encuentro que ésta es justamente la fuerza de este proyecto” comenta el Asesor al Orden Público.
La característica más evidente del proyecto, en estricta continuidad con la anterior política de construcción de los campos, es el fuerte conflicto de interés por parte de las organizaciones que gestionan la emergencia; entre los intentos declarados de incluir y el interés material en que se mantengan situaciones de exclusión para la renovación de los proyectos. Es una de las consecuencias del proceso de externalización que sufren, desde hace mucho tiempo, las políticas públicas. Y es por eso que la palabra “futuro” aparece entre mis pensamientos. A lo que estoy asistiendo, a lo que estamos asistiendo, es a un ensayo general sobre la solución de una emergencia habitacional que no está destinada a reducirse. Que sean pobres italianos, que sean pobres comunitarios, que sean pobres extracomunitarios, la vivienda pública ya no parece representar más una solución para los gestores de las emergencias. El recurso a la vivienda libre, gestionada por organizaciones privadas de lo social, parece ser un modelo especialmente compatible con el orden de la modernidad tardía. ¿Quién sabe si nos tocará a nosotros también algún día? ¿Quién sabe si nosotros seremos capaces de defender nuestra libertad y nuestros intereses, con más poder de contratación, respecto a los rom de Lungo Stura? ¿Cómo podemos estar seguros de que toda su experiencia a nosotros no nos afecta?
En un artículo sobre el futuro de las periferias, el ex alcalde de Turín Valentino Castellani, se proclama abiertamente a favor de la solución del social housing. Él no habla de rom, habla de soluciones generales a los problemas de la periferia. Esto nos debería dar que pensar. Si un proyecto como “La Cittá Possibile” es posible, es justamente porque los rom rumanos, en cuanto ciudadanos europeos de segunda categoría -en pocos casos provistos de trabajo regular y fuentes de ingresos legales- son desprovistos del título legal para permanecer en territorio italiano con todos los derechos de plena ciudadanía. Habría que preguntarse qué pasaría a todos los “pobres”, en general, en el contexto actual de progresivo recorte del sistema de derechos y seguridad social.
Quién sabe si la città possibile no sea, en realidad, una horrenda distopia o, mejor dicho, la utopía de unas autoridades paternalistas, que infantilizan a una ciudadanía que después temen, y de unas asociaciones para la defensa de los derechos de los últimos, cooptadas por esas mismas autoridades; unas asociaciones cuya obra se puede definir, como mínimo, como poco valiente. Que el modelo del social housing como forma de gestión de la emergencia para generar consenso, como forma de solucionar los problemas de muchos en provecho de pocos, con gastos públicos irracionales, no se vuelva la normalidad en la política de la vivienda social, depende de nuestras capacidades de solidarizarnos con los últimos y oponernos.
Desafortunadamente, en la sala conciliar del VI Distrito, no somos demasiados los que compartimos esta visión.