
Por Cecilia Vergnano (OACU)
Pasar una sola mañana en Ciudad Meridiana no es suficiente para hacer un análisis exhaustivo del conflicto urbano que se articula alrededor del problema de la vivienda en este barrio. Aún así, no puedo resistir la tentación de compartir algunas de las impresiones que me ha generado la participación en un momento de resistencia contra los desahucios en “la Meri”, dibujando algunas pinceladas de lo que he visto; intentando esbozar una descripción densa de una mañana en el barrio.
A veces me pregunto si todas las horas que dedico al estudio y a la investigación en antropología urbana me acercan a la vida de la calle o, al revés, me alejan irremediablemente de sus intérpretes, de las personas comunes que aparecen en el centro de mi mirada. A veces me pregunto si, a nivel inconsciente, el hambre que tengo de vitalidad de barrio no sea una forma típicamente colonial, propia de una clase media que necesita apropiarse de las energías y los recursos de las clases oprimidas. Y, sin embargo, la sensación de comodidad y familiaridad que experimento a la hora de entrar en lugares que fácilmente pueden ser asociados al estigma, procede claramente de mi propio cuerpo, sin mediaciones meditadas del intelecto. Es raro sentirse tan “en casa” en un lugar no conocido. Tengo que aclarar que es una sensación que me sobrecoge a menudo en las periferias, puesto que me recuerdan el barrio donde yo nací.
La historia de Ciudad Meridiana empieza en los años 50, cuando el financiero Enrique Banús compró los terrenos de Font Magués que habían sido descartados para la construcción de un cementerio municipal por los altos índices de humedad de la zona. Sin embargo, “lo que era malo para los muertos era bueno para los vivos”, se lee en la publicación online de Ciudad Meridiana, “La Meri Tiene Vida”.
Con el Plan Parcial de Font Magués de 1963, se da inicio a la construcción del polígono de viviendas “Ciudad Meridiana”. La promotora inmobiliaria, Urbanizaciones Torre Baró S.A., nacida en 1957 por iniciativa de Banús, era presidida por Joan Antoni Samaranch.
Muerto hace poco, en 2010, Samaranch ha sido una figura que ilustra bien los límites de la Transición democrática española. Miembro de la Falange, el empresario y político catalán realizó una brillante carrera política atravesando impunemente todas las etapas, desde el franquismo a la democracia. Fue, por ejemplo, tanto concejal de Deportes en el Ayuntamiento de Barcelona (1955-1962), organizando los II Juegos del Mediterráneo, como presidente del Comité Olímpico Internacional en los tiempos de las Olimpiadas de Barcelona del 1992. Samaranch es, por lo tanto, uno de los padres fundadores de Ciudad Meridiana, junto con la Banca Rothschild y el alcalde Porcioles.
La parte más antigua del barrio es la alta. Cuando empezó a ser habitada, el barrio no tenía ni calles, ni tiendas, ni transportes. El amigo que me introduce al barrio, acompañándome, me explica que en los años 80 Ciudad Meridiana era el reino del caballo y que su único gran camino de acceso, cuesta arriba siempre, estaba permanentemente vigilado para poder controlar a quien entrara; la policía, por su parte, nunca solía pisar el barrio. Por eso Fili, vecino de “La Meri” y presidente de la asociación de vecinos, dice que cuando escucha la gente quejarse de los inmigrantes, él siempre pregunta si no se acuerdan cómo estaba el barrio cuando sólo había españoles.
En la actualidad, la parte alta es la más degradada, con edificios que necesitan rehabilitaciones por problemas causados por la mala calidad de la construcción, a los que se añaden las infiltraciones de la humedad que vuelven malsanas las viviendas y causan patologías pulmonares, sobre todo entre los niños. Los bloques más nuevos, y mejor mantenidos, son en cambio los de la parte baja del barrio. A la diferencia de calidad de los edificios se corresponden diferencias a nivel de composición poblacional: la mayoría de los inmigrantes viven en los edificios viejos, mientras que en los nuevos se encuentran sobre todo familias autóctonas. Por otro lado, hay que recordar que la población inmigrante constituye más de un tercio de la población del barrio, frente a la media del 12,61% del resto de Barcelona (García Almirall 2010). Las nacionalidades presentes en Ciudad Meridiana van desde Ecuador, Honduras, Bolivia y República Dominicana a Nigeria, Camerún, Marruecos y Pakistán. Entre los vecinos autóctonos hay una componente que se identifica como gitana.
Diferentes fotografías del barrio, tomadas a lo largo de las últimas décadas, podrían fácilmente ilustrar una tendencia general en España, y particularmente en Cataluña, en lo que concierne a la historia del acceso a la vivienda por parte de los trabajadores inmigrantes. Los pisos de protección oficial de Ciudad Meridiana, a los cuales han accedido en su momento familias trabajadoras procedentes de diferentes partes del Estado español, han sido luego vendidos a familias de inmigración más reciente, procedentes de África, Asia y América Latina. La burbuja inmobiliaria española provocó el aumento de los precios de la vivienda hasta el año 2008 (año en el que la burbuja estalló) por lo cual muchas familias que habían accedido de forma relativamente barata a estos pisos protegidos, consideraron conveniente venderlos para acceder a pisos mejores (o, mejor dicho, pagar una buena parte de la entrada de la hipoteca). Las familias inmigrantes se han, a su vez, hipotecado para acceder a las viviendas que las familias españolas iban dejando. En muchos casos los bancos y las promotoras inmobiliarias han permitido el acceso a la hipoteca a familias con ingresos muy bajos y con pocas garantías de extinción (de manera análoga a la así llamada “crisis de subprimes” en Estados Unidos – la crisis que ha dado pie a la actual coyuntura de recesión y reajuste del ciclo económico mundial). Estas premisas son necesarias para entender las razones de la alta concentración de inmigrantes en Ciudad Meridiana y, sobre todo, entender la dinámica que hoy se traduce con la ejecución casi semanal de procedimientos de desahucio en el barrio – y la consecuente ocupación de pisos.
“¿Te puedes creer que aquí un piso vale 250.000 euros?”, me pregunta mi amigo, subiendo por las calles del barrio.

Mirando alrededor, observando la baja calidad de los edificios, su mal estado de conservación, la estructura de dormitorio, sin tiendas, servicios, bares, sobre todo en la parte alta del barrio, la idea de que un piso de 60 m2 pueda valer 250.000 euros suena a estafa. Sin embargo, son estos los precios en los cuales los nuevos vecinos se han hipotecado. “Es que falta un organismo regulador de los contratos bancarios”, argumenta mi amigo. “Si lo hubiera, quizás se descubriría que la mitad de ellos son ilegales.” En cambio, los bancos han vendido en este barrio pisos hasta a cinco veces más de su valor de mercado, a familias que han sido víctimas del sueño democrático de “una sociedad de pequeños propietarios” – familias que acababan a lo mejor de emerger de la clandestinidad a través de la regularización del Gobierno Zapatero del 2005 y soñaban con una idea de normalidad en su cotidianidad y a la cual hasta entonces no habían podido acceder.
Al fenómeno de la exclusión social se le define a menudo en términos de ruptura de unos supuestos lazos sociales, de los vínculos que deberían tener unidos entre sí los miembros de una sociedad. A menudo se representan los procesos de exclusión social como descontextualizados de sus causas, casi como si la exclusión fuera un fenómeno natural al cual resulta inútil oponerse. Se habla de excluidos en términos victimizantes, como si su existencia no implicara necesariamente la actividad de unos exclusores. En Ciudad Meridiana, en cambio, es muy evidente quienes han sido los que han quebrantado el supuesto pacto social: los constructores mismos del barrio, que han edificado allí donde ni siquiera los muertos se podían sepultar. A partir de ahí, la lista es larga: entre quienes han roto los lazos sociales – beneficiándose de las dificultades de familias fragilizadas – hay promotoras inmobiliarias que han falsificado las condiciones para acceder a la hipoteca, bancos que han desahuciado cambiando a escondidas la cerradura del piso (aprovechando, por ejemplo, de un momento en que la madre había salido para acompañar el niño a la guardería), empresas que han despedido trabajadores tras accidentes en el lugar de trabajo, comunicando el despido al interesado a través de un simple burofax. De hecho, la asamblea de vecinos de Ciudad Meridiana desempeña un papel muy importante en señalar las causas de las dinámicas que tienen sus impactos hoy en día sobre el barrio, así como en organizar la resistencia contra los desahucios – resistencia que muchas veces resulta ganadora, al menos a efectos de suspensión provisional del desalojo.
La memoria viva de la historia del barrio, de las dificultades diarias de quien ha vivido y vive ahí, y de los nombres de los que en cambio se han beneficiado a expensas de sus habitantes, promueve de hecho unas representaciones y unas prácticas colectivas para nada anómicas, muy lejos del “distanciamiento lateral” del que hablara Wacquant al definir las características del hiperguetto. Al revés, en Ciudad Meridiana las prácticas solidarias consiguen mantener unido un barrio más allá de las divisiones étnicas o culturales. Sin idealizar una situación que queda de todas maneras fuertemente condicionada por una lógica clasificatoria – según el país de origen – de los vecinos del barrio, resulta sin embargo impactante asistir a un piquete contra el desahucio de una familia gitana al que participan juntos españoles no gitanos, bolivianos, ecuatorianos, nigerianos…
Son muchas las escenas que se me han quedado grabadas en mi visita a Ciudad Meridiana, en una mañana de primavera de resistencia contra los desahucios. Idealizar esta lucha, hace falta repetirlo, estaría totalmente fuera de lugar: he escuchado desde los discursos más provocativos que añoran la dictadura de Franco, a las quejas de mujeres extranjeras que se acuerdan de los tiempos en los cuales sólo desahuciaban inmigrantes: “por entonces no se veían tantos españoles resistiendo contra los desahucios”. Y es que a menudo los movimientos sociales nacen caracterizados por contenidos casi reaccionarios, al estilo NIMBY; sin embargo esto no impide que a lo largo del tiempo se vaya produciendo una consciencia colectiva capaz de superar los límites de las reivindicaciones individuales, articulando la lucha alrededor de cuestionamientos más profundos sobre el modelo social por el cual se quiere apostar.
Mientras que el procurador judicial pasa con el taxi delante del bloque rodeado de vecinos, sin pararse; mientras que el mediador del Ayuntamiento, contratado para trabajar específicamente en la regulación de los conflictos en Ciudad Meridiana, anuncia la suspensión del desahucio previsto; mientras que los vecinos de la asamblea de barrio, con el apoyo de las asambleas de Santa Coloma y Nou Barris, se felicitan al grito de “sí se puede!”, Amparo, la vecina, baja del piso en el cual ha resistido durante toda la mañana, sin dormir durante toda la noche, para abrazar a los presentes uno a uno. Tiene los nervios destrozados, una gran sonrisa que le ilumina el rostro y los ojos surcados de lágrimas. Su abrazo, fuerte y agradecido, me contagia de emoción y da sentido (aunque no hacía falta) a toda una mañana pasada en “La Meri”, y a todas las horas del día que quedan antes de acostarse. Mientras tanto, alguien me señala, del otro lado de la colina, las marcas evidentes de una pequeña favela que está empezando a surgir en el parque natural colindante, en terrenos del Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramanet. Esta historia también es jodida, pero muy significativa.
… to be continued…
(Se agradece a Guillaume Darribau, http://guillaumedarribau.com/)
Muy buen articulo, tanto en contenido como escrito.