Trendy global spiritual street food en Copenhage‏

Fuente: Joan Uribe
Fuente: Joan Uribe

Por Joan Uribe (OACU)

Hoy ya no hay quien me quite el buen humor. La ligereza y alegría de quien se quita un peso de encima. Porque hoy lo he visto claro: no hay nada que hacer. Hemos perdido la mano, quien sabe si la partida…

Copenhague, en versión abril fresco y soleado, es una ciudad pacificada que se antoja equilibrada en espacios, ritmos y sonidos: avenidas y bulevares largos y amplios, de perspectiva estática y líneas previsibles, que no resultan duras a la vista. Un predominio del silencio unido a la proporcionalmente escasa presencia de transeúntes en relación a la dimensión de sus vías deambulatorias para coches, bicicletas y transeúntes, auguran un escenario urbano que abona la posibilidad de esculpir en la esencia de sus habitantes proyectos apabullantes, incluso terroríficos, en nombre de esa versión facilona de la democracia que puede ser la promesa de la vida sin disrupciones a la vista.

Street food. La idea es la siguiente: llevar a un punto de la ciudad una intensidad concentrada de puestos de comida callejera. Hasta ahí, todo bien. De diversos puntos del mundo… No tiene porque ser grave.

Pero, claro, la materialización de la idea se ejecuta en clave de producto. Y si, como imaginario, se concreta la ubicación de street food – www.copenhagenstreetfood.dk  -al trajín de las calles, en realidad, se ubica en el extremo de un muelle apartado de la ciudad. Un absurdo. En un punto –hermoso- en el que el horizonte se conjuga con el movimiento solar y, si las nubes lo permiten, da pie a horas de luz solar intensa en ese rincón apartado. Y a partir de ahí, el delirio. Quizá tomando como modelo otros proyectos similares de Berlín, quizá otros, se inserta en el interior de una gran nave. Ni en una street ni al aire libre de las streets. La comida callejera, la idea de los puestos, se convierte automáticamente en un parque temático de chiringuitos más o menos de diseño en formato indoor. La locura. En el punto central de la nave, rodeado de mamparas de madera y cristal, el punto de mesas en el que se solicita la bebida y que, en formato panóptico, genera al cliente la sensación de control sobre los puestos de comida, dispuestos alrededor, y a los cuales éste se dirige para decidir la supuesta etnicidad de la comida supuestamente callejera que comerá en un comedor interior.

A no ser, claro, que el tiempo lo permita, y uno tome posesión de algunas de las sillas que, en formato chill out, se disponen, al sol, frente a la nave. Acompañadas de potentes altavoces con música neutra, es posible que más de un cliente tenga una revelación: Evidentemente, el juego no se basa en un callejeo en el que descubrir des de la espontaneidad de la calle, sus flujos y avatares, comidas presuntamente callejeras y mundiales. No.

Fuente: Joan Uribe
Fuente: Joan Uribe

La revelación puede llevar a más de un consumidor a entender que está viviendo una experiencia trendy global en medio de un ambiente hipster que, merced a la música de chill out, nos ayuda a intuir la posibilidad de estar viviendo una experiencia espiritual. Es decir, trascendente: uno está yendo más allá del hecho de callejear y comer comida de puesto, y está encontrándose consigo mismo –puesto que lo que le rodea es tan difuso que aparenta no tener corporeidad-, y su destino, gracias al evocador escenario y la coreografía musical. Un espectáculo de vacío existencial muy bien identificado y ocupado en forma de nicho de negocio.

Y ahí uno entiende como el mercado es capaz de sublimar una idea, en forma de producto total: mercadotecnia trendy, con el sello de lo global, pero que tiene la capacidad de sugerir una espiritualidad de pandereta, muy de portada de CD.

Atrás quedan anteriores intentos de mercantilización de lo diverso y diferente –por foráneo-, desde argumentos como el respeto a la diferencia o la hermandad entre culturas. No. Eso ya pasó de moda. El mercado, ahora, es capaz de combinar con cierta sutileza toda esas postales como producto –alimenticio- con diseño trendy y darle tintes de esa espiritualidad tan de postal, combinada con una –inmejorable- puesta de sol en el puerto de Copenhague, al son de música de relajación.

Lo dicho. Hoy, dormiré en paz.

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