El virus de la coacción

Por Jean Pierre Garnier

Editado y traducido por Jose Mansilla

Desde el principio de la pandemia se dice a menudo del COVID19 que la primera víctima de una guerra — incluso una guerra sanitaria —, es la verdad. Así pues, aprendemos cada día cada vez más cosas acerca de las operaciones del virus. En enero, teníamos pena por los chinos encarcelados por su techno-burocracia y vigilados por medios tecnológicos. En febrero, la autoridades francesas decían que las mascarillas no eran útiles. En abril, éramos todos chinos, es decir, estábamos confinados.

Gobernar, esto es, mentir.  Gobernar, esto es, obligar. Y lo que es transmitido a nosotros por la Voz desde las Ondas detrás de la máscara del Virus son las órdenes de nuestros expertos, científicos y tecnócratas. La epidemia, la real, es la peste digital cuyos chips electrónicos son el vector que aprovecha la oportunidad para reducirnos al estado de números esclavos. El virus, el real, es la presión tecnológica, la cual encuentra un terreno tanto más favorable en el deseo de soporte de aquellos para los que la libertad pesa demasiado.

Se dice también que los ceros sociales susurran en las redes sociales [juego de palabras en francés[1]: será peor el día después. Pero no es de manera virtual que los ceros sociales, físicamente dispersos por la urgencia sanitaria, podrán resistir a la contaminación numérica.  No es en las redes sociales que un pueblo disperso podrá resistir al golpe de Estado permanente digital de la clase dirigente. ¡Números ceros! les toca a ustedes de romper sus cadenas digitales. Huid las redes sociales, botad vuestros Smart phone, rechazad el chip electrónico, boicoteen Amazon y el consumo virtual.

Ciudad machina, sociedad de coacción

Existe una consistencia objetiva, más o menos disimulada, detrás del caos aparente de este mundo en movimiento, y al cual el poder  burgués, a través de sus canales múltiples políticos, estatales, económicos, científicos, técnicos, mediáticos, etc., que nos convida a adaptarnos o desaparecer. Aquí esta una presentación resumida de esta consistencia.

En primer lugar, un poco de actualización tecnológica. La red de conexión inalámbrica de alta velocidad 5G despliega sus antenas. El empresario trans-humanista Elon Musk expide con ese fin 20.000 satélites que rodean el cielo terrestre.  Más de mil ciudades inteligentes (Smart cities) están en proyecto en el mundo, la mitad en China. Francia está probando Alicem, solución de identidad digital soberana en los Smart phones, un sistema de autenticación por reconocimiento facial, para desmaterializar el 100 % de los servicios públicos de aquí a 2022.

La smart city es el producto de lo digital y de la metropolización. Los tecnócratas nos lo anuncian  como un  hecho consumido: el 80% de la población mundial se concentrará en las metrópolis de aquí a 2050. De ahí el imperativo de una organización racional del orden público, es decir de una policía de las poblaciones, en el sentido de gestión y disciplina, optimizada por un pilotaje centralizado y automatizado; único medio para la ciudad-máquina, fluidificar sus redes, sus flujos y stocks de mercancías y de individuos-hormigones, de evitar los bloqueos y la avería.

El matemático Norbert Wiener lo había teorizado al acabar de la II Guerra Mundial: lo humano es el error; hace falta sustituir sus decisiones erráticas por un sistema automático y racional, cibernético  — de kuberen en griego, pilotar —. Alimentado por los datos provenientes de todos les sectores de la vida urbana, la máquina de gobierno, así denominada al salir de la guerra por un columnista científico francés de Le Monde en el 1948, produce la mejor solución técnica.

Los ciudadanos del 1948 – salvo Georges Orwell – podían juzgar fantasiosa esta idea. Los Smartianos (juego de palabras con martiens, en francés, marcianos) del 2020 se  han plegado al funcionamiento digital. Interconexión de sus objetos comunicantes, de los sensores  y chips  diseminados por el mobiliario y el entorno urbanos, de las redes, smartgrids, de los sistemas de tarjeta inteligente en los medios de transporte, de las  cámaras de video-vigilancia de reconocimiento facial y lectura de matrículas. Recomendaciones de los algoritmos para orientar sus elecciones y su vida cotidiana. Modificación de su velocidad al caminar en función de la afluencia según principios de la mecánica de fluidos[2]. Activación de mecanismos de seguridad en función de los datos capturados y analizados en tiempo real (número de Smart phones registrados en tal calle, anomalías de comportamiento en el espacio público, tasa de ocupación de los bancos, análisis del consumo energético en tiempo real, etc.).

Así que aquí se cumple el designo atribuido por Engels al filósofo y economista Saint-Simon (1760-1825): “la sustitución del gobierno de los hombres por la administración de las cosas”. Ya no de los individuos, de las personas, sino de los perfiles: ¡Qué aumento de eficiencia para los pilotos de la smart city!

Se puede hablar de una coacción sin coerción. Los Smartianos son los pasajeros de su propia vida, tal y como lo serían de un coche autónomo. Madre-Máquina cuida de todo al precio de una existencia bajo presión tecnológica. La originalidad de este neo-totalitarismo, deshumanizado en el sentido propio del término, es que no necesita ninguna coerción para imponerse. El putsch tecnológico, permanente e invisible, opera nombre del progreso, de la conveniencia y, de ahora en adelante, de la transición ecológica. La inteligencia artificial salvará el planeta. Al esperar este milagro, ella permite, primero, la administración desmaterializada de la población y, luego, el desencarnamiento del poder. En el planeta inteligente, el ciudadano-número ya no tiene interlocutor (Pulse1) y no puede oponerse a nadie. El ecologista superficial protesta contra las molestias de la 5G, cuyas frecuencias freirán las neuronas residuales de los Smartianos y acelerarán la 6ta extinción de las especies vivas. Sin duda.  Pero la crítica de la 5G limitada a las plagas sanitarias elude el encarcelamiento en la ciudad-máquina. Sempiterna metedura de pata de los que arremeten contra el señuelo de las  molestias e ignoran el totalitarismo tecnológico.

Sin embargo, hay gente, desde luego todavía en pequeño número, que no quieren ser componentes del mundo-máquina funcional y en buen estado de marcha; que rechazan la 5G, eslabón perdido de la interconexión general en el planeta inteligente. Según el plan de acción 5G de la Comisión Europea (CE), estas redes son concebidas para conectar un millón de objetos  por km2. Tomad un cuadro de 20 metros sobre 50 en vuestra ciudad; para contabilizar un millón de objetos comunicantes, hace falta añadir los Smart phones y las distintas pantallas en el escenario: vehículos, cameras, semáforos y farolas, edificios, marquesinas y mobiliario urbano, cajas de las tiendas, pavimentos, basuras, robots, electrodomésticos, ropas, contadores y redes  urbanos (agua, energía, calefacción), etc. Como dice la Arcep, la Autoridad Francesa de Regulación de las Comunicaciones, “la 5G debería actuar como facilitador de la digitalización de la sociedad”. Traducción: el  Smartiano ya no puede hacer un gesto que no sea captado, analizado, luego anticipado por los algoritmos. Las máquinas  conocen sus hábitos, actúa en su lugar, y a él eso le parece muy cómodo. Durante este tiempo, se sumerge en películas y juegos de realidad virtual descargados en menos de un segundo. Se libra de la preocupación por vivir, por pensar y por escoger.

Todo lo que quieren los hombres-máquinas es que no se les haga daño, mientras que lo que quieren los oponentes a este mundo artificial en gestación es no volverse hombres-máquinas. El ciber-colectivismo, es decir, la organización colectiva optimizada[3] es, por lo tanto, un punto de vista político y antropológico que hace falta combatir.

Como siempre, los partidarios de la reapropriación colectiva — de hecho, estatal — de los medios de producción y de distribución, en primer lugar los herederos socialistas o comunistas de Saint-Simon, defienden la idea  de una cibernética buena y de un buen uso de la máquina de gobernar. Una planificación ecológica asistida por ordenador, dice el líder de los Insumisos franceses, Jean-Luc Mélenchon, socialismo y cibernética fusionándose para una organización colectiva racional.

El experimento fue probado bajo el socialismo chileno de Salvador Allende, en 1972.  Se lo llamó Cybersyn (sinergia cibernética) y confiado al británico Stafford Beer, teórico de la cibernética, antiguo dirigente de la empresa United Steel y de la International Publishing Corporation. El objetivo de Cybersyn era gestionar el sector público comunizado de manera racional, es decir, centralizada bajo una dirección tecnocrática, mientras se fingía la participación de los trabajadores en el proceso de planificación. Por lo tanto, se trata, como siempre, de resolver la contradicción irreducible entre la experticia técnica elitista y la voluntad política colectiva, por medio de una máquina tecno política. Beer y sus ingenieros enchufaban 500 télex en las empresas. Éstos, a su vez, se conectaban a un ordenador central en una sala de operaciones hacia donde fluían cada día los datos acerca de la situación y de las operaciones de estas empresas. La Op-Room, ubicada en el centro de Santiago, estaba equipada con pantallas que proyectaban los datos de las fábricas y los analizaban en directo con el objetivo de tomar las buenas decisiones económicas. El dispositivo Cyberfolk (folk: pueblo en inglés) debía también medir en directo la satisfacción del pueblo gracias a estuches que permitían expresar el estado de ánimo desde el salón de cada hogar. Así se podría calcular la felicidad nacional bruta a medida que las cosas progresaran. Desgraciadamente, faltaban, en el Chile socialista del 1972, los sensores de datos, la redes wi-fi y los super-calculadores. El golpe de Estado de Pinochet, el 11 septiembre del 1973, puso fin al experimento ciber-socialista, pero no al proyecto.

Con el big data y el Internet de los objetos, los proyectos de ciber-administración horizontal surgen, con un vigor nuevo por parte de los aceleracionistas, con el objetivo de conseguir una participación igual y ciudadana en la auto-maquinación de la especie humana, gracias al open data, a la gestión colectivizada de  los data centers, de los satélites y de las fábricas de chips  nano-electrónicos. Las formas de organización no son talleres auto-gestionados por los trabajadores, sino que siguen las recomendaciones de ingenieros de empresas capitalistas inovadoras (Atos, Thalès, Bouygues, Suez, Capgemini, Orange o IBM). Hacen falta pilotos al mando de los sistemas cibernéticos para definir los indicadores, concebir los algoritmos, programar las máquinas. Pero se recurre, desde luego, a procedimientos de co-construción y de democracia técnica, tal como la presente comedia ciudadana por el clima, con el fin de que el rebaño ciudadanista  participe y, orgulloso de su participación, acepte y defienda su propia maquinación (integración como pieza de la máquina). En los pasados tiempos, obreros y esclavos eran necesarios por falta de máquinas. Con la industrialización, aparece una  equivalencia entre los hombres y las máquinas, entre la vida y el funcionamiento y, por lo tanto, los humanos serán expulsados cuando las máquinas puedan reemplazarles en un número creciente de actividades laborales. Por ejemplo los robots, según la palabra fraguada en el 1921 por el dramaturgo checo Karel Capek,  partiendo  de la raíz eslava (rabota) que significa trabajo. Lequel anticipa la cibernética de Norbert Wiener, la inteligencia artificial y la ciudad-máquina. En efecto, ya no se necesitan esclavos, obreros ni individuos capaces de decidir por sí mismos. La máquina  lo hace mucho mejor. Un tecno-topo para hombres-máquinas.

La aceleración tecnológica produce a la vez el planeta inteligente y sus versiones múltiples – objetos conectados, big datasmart citySmart phonesmart home — y el proyecto trans-humanista de auto-maquinación de lo humano. Ambos conectados por el Smart phone, a la espera de los implantes corporales que optimizaran la organización social de los ciber-antropos.

Se conoce la medicina. Aquí está la auto-maquinación de dos velocidades. Por una parte, los super-hombres de rendimientos aumentados por sus  prótesis  tecnológicas y su genoma mejorado en laboratorio; por otra parte los ciber-insectos sociales de la ciudad-máquina, dependientes  de su  conexión al  pilotaje central — a su tecno-topo — para funcionar. La izquierda tecno-progresista reivindica la maquinación y la auto-maquinación para todos y todas, apoyado y administrado por autoridades públicas. Por ejemplo, en una página del Monde Diplomatique de enero 2020, se alertaba a los lectores contra les privilegios “de los ricos genéticamente modificados” en los Estados Unidos. Este tipo de  advertencia refleja las ambiciones de la pequeña burguesía intelectual (ingenieros, técnicos, cuadros, universitarios), inquietos de arrancar a los capitalistas privados el monopolio del eugenismo tecnológico. Que los tecno-progresistas se tranquilicen, sin embrago. En China y en el mundo entero, en las start-up y los laboratorios, las empresas y las universidades, con el apoyo del Estado, el dinero público y el sector privado, les genetistas, biologistas, físicos, informáticos, cibernéticos trabajan duro en el encarcelamiento del hombre-máquina en el mundo-máquina.

Abajo el Estado de urgencia:   rompamos nuestras cadenas numéricas.

La desinformación, como el coronavirus, se propaga. Para combatir la desinformación es importante compartir informaciones que vienen de fuentes fiables, tales como las autoridades sanitarias y la Organización Mundial de la Salud. En el curso de la epidemia del Covid-19, confíen sólo a las fuentes de información oficiales y a los medias creíbles. No compartan informaciones no verificadas. Eso es un mensaje de la Unesco.

La Radio Nacional Francesa

No se puede creer cómo el pueblo, siempre sometido, cae de repente en tal y profundo olvido de la independencia que no es posible que despierte, sirviendo tan francamente y con tan gusto que se diría, al verle, no que ha perdido su libertad, sino ganado su servidumbre.

Étienne La Boétie[4]

La cuestión se planteó durante la guerra, la verdadera. ¿Cómo distinguir los aviones enemigos para derribarlos? Se debe a los militares ingleses el sistema de identificación a larga distancia llamado: friend or foe[5]: un transpondedor capaz de descodificar desde lejos una señal electrónica. Medio siglo de miniaturización ha reducido este dispositivo en microchip RFID – Radio Frequency Identification (RFID) -;  tan sigiloso que se puede insertar donde quiera: en lo objetos de lo cuotidiano, en los libros de las bibliotecas y los productos de consumo con tarjetas sin contacto, en los árboles o los botes de basura en las metrópolis. Y, en versión cutánea, en los animales (salvajes, domésticos y de cría) y en humanos cada vez más numerosos.  

Es del otro lado del Canal de la Mancha que proviene la palabra traceability, introducida en francés en el 1994 al mismo tiempo que el prion en el cerebro de vacas alimentadas con harinas animales. El microchip en los animales debía tranquilizar a los consumidores de comida chatarra mundializada. La trazabilidad es la respuesta industrial a los daños ecológicos y sanitarios de la industria. En aquella época, el Ministerio del Interior inglés quería insertar microchips en el cuerpo de criminales sexuales voluntarios con el fin de rastrearles por satélite y controlar su ritmo. El proyecto fracasó, pero muchos alumnos de colegios británicos son hoy día identificados y seguidos por RFID. Tenemos que rechazar la transformación de nuestros animales en gadgets electrónicos o sufriremos el mismo destino.

Que investigadores de Oxford elaboren ecuaciones de apoyo  –¿friend or foe?– para limitar la pandemia del coronavirus no es, por lo tanto, para sorprendernos. Basta de anglofobia: China y Singapur han abierto el camino, y los laboratorios de inteligencia artificial y ciber-vigilancia ética del mundo entero desarrollan su app-virus. Un Secretario de Estado de lo digital y un Ministro francés de la Salud nos informaban de que nuestra aplicación se llamará Stop-Covid. Nuestros ingenieros del INRIA (Instituto Nacional de Investigación en Informática y Automática) trabajan en ello en el seno de un consorcio europeo. Un diputado de la mayoría actual, vice-presidente del Oficio Parlamentario de Evaluación de las Elecciones Científicas y Tecnológicos declaró: “No hay obstáculos, ya que todos los actores convergen en decir que son tecnologías éticas y aceptables, con la condición de respetar ciertos principios”. ¡Pero no hay nunca obstáculos para la gente que no tiene principios! Recuérdese del Ministro de Salud anterior que se proclamaba opuesto al acecho digital en nombre de las libertades públicas y fundamentales, o del Ministro del Interior anterior, rechazando el 26 marzo ¡estos  sistemas que, en el fondo, dañan la libertad individual de cada uno para ser eficientes. Por lo tanto esto no es un tema sobre el que trabajamos”. El tema en el que trabaja la tecnocracia, la clase de la eficiencia y de la racionalidad máxima al servicio del capital, es la búsqueda del aumento de su potencia por todos los medios. Los medios  jurídicos, con un estado de urgencia sanitaria que justifica todos los abusos de poder del Estado de excepción y el abandono de la legitimidad a los expertos científicos, pero sobre todo los medios materiales, concretos de la potencia, se basan en la tecnología.

Cuando Curzio Malaparte hizo publicar en 1931 su Técnica del golpe de Estado, tomó nota del hecho de que, dado que el Estado moderno se había convertido en un aparato tecnológico e industrial (radiodifusión, ferrocarriles, telecomunicaciones e industrias), el mismo golpe de Estado se había vuelto un asunto tecnológico. Desde hace mucho tiempo, sufrimos los efectos, no de una revolución tecnológica, como dice la propaganda, sino de un golpe de Estado llevado en nombre de una eficiencia que es, en sí misma, su propio fin último, y justificando el trastorno permanente de nuestras condiciones de existencia. Los comentaristas nos dirán, más o menos rápidamente, si  esta erupción de virus es un acontecimiento volcánico, o una aceleración del descontrol tecno-totalitario que se precipita en todas las crisis (incendios, inundaciones, terrorismo, etc.). Guerra, catástrofe o pandemia, las crisis abren a los gobernantes ventanas de oportunidad para reforzar el golpe de Estado tecnológico permanente. ¿Cómo rechazar una solución eficiente? Por lo tanto, los abogados de las buenas prácticas de la tecnología discuten el acecho electrónico aduciendo, como lo hace Jean-Luc Mélenchon[6], que “eso no sirve si todo el mundo tiene un móvil pero que no se encuentra en una área cubierta”, y que, por lo tanto, la eficiencia de este tipo de proceso no está comprobada. Encontrad un dispositivo de acecho eficiente y validado por la CNIL (Comisión Nacional Informática y Libertad) y se rendirán. El fin justifica los medios.

En Grupo Europeo Ética Ante la Comisión Europea, por cierto, no una referencia libertaria, escribía en el 2005: “(…) después de su puesta en observación por video-vigilancia y biometría, los individuos son modificados por distintos dispositivos electrónicos, tales como los microchips subcutáneos y los RFID, que tienden cada vez más a su puesta en red. Con el tiempo, ellos podrían, por lo tanto verse permanentemente conectados y reconfigurados, transmitir o recibir señales, permitiendo un rastreo y una determinación de sus movimientos, de sus hábitos y de sus contactos. Es cierto que tal evolución modificaría la autonomía de los individuos, en el plan tanto teórico como real, y perjudicaría su dignidad”. La autonomía y la dignidad faltan en una población degradada por décadas de abandono a la Madre-Máquina. La evolución tomada por los expertos en ética europeos tuvo ya lugar.

Un detalle tecnológico difiere de sus previsiones: los Smart phones, difundidos después de los chips RFID. Por el momento, los humanos disminuidos se contentan con esta ciber-prótesis insertada en su mano. El implante corporal, más costoso y perfeccionado, será quizás reservado a los humanos superiores de la casta trans-humanista. La pulsera electrónica y la inyección  subcutánea, a los refractarios. Es gracias al asistente electrónico universal – el Smart phone – que los smart borregos son rastreados.  Lo que se hace a los animales, se lo hace a los humanos. Aliviada por su renuncia a una vida libre y autónoma, la masa confía su capacidad de pensar y actuar en la inteligencia ambiente (común) y en la inteligencia artificial. La primera – del  inglés intelligence: información – designa, en nova lingua cibernética, la contaminación digital de nuestro medio ambiente (microchips, sensores, objetos conectados, redes de comunicación sin hilo), necesaria para el saqueo de miríadas de datos digitalizados. La secunda calcula estos datos para obtener modelos, indicadores, perfiles y decisiones. Ejemplo: cribar los billones de mensajes puestos en Facebook y Twitter y pedir a la inteligencia artificial que descubra y elimine los mensajes nefastos [y] borre  todas las alusiones a remedios falsos contra la enfermedad. Y no, desde luego, las mentiras de los gobiernos acerca del tratamiento de esta. Otro ejemplo: chupar los datos de geolocalización de los  Smart phones, combinarlos con los datos del corona-salud de la población y delegar a la inteligencia artificial la modelización del desconfinamiento. Esto es el objeto de la iniciativa CovidIA lanzada por investigadores franceses. La empresa francesa Orange de telecomunicaciones[7] proporciona ya modelizaciones de flujos de población en base a datos de geolocalización anónimos y, por lo tanto, ético. A pesar de que los científicos han ampliamente demostrado que el concepto de datos anónimos es engañador. ¡Si el periódico Le Monde lo dice!  Parece  que la condición sine qua non para que tales cadenas electrónicas sean éticas es el voluntarismo de los encadenados.

Como todo va no lo mejor, sino lo menos mal en el mejor de los mundos, un sondeo del 31 de marzo reveló que el 80 % de los franceses son favorables a la aplicación de la trazabilidad del ganado humano. ¿Por qué no?, al fin y al cabo obedecen ya, durante todo el día, a las órdenes de la máquina. “En el semáforo, gire a la derecha”, “Beba regularmente”, ·Presente su tarjeta delante del aparato” … 


[1] En francés, juego de palabras entre zéros sociaux (gente  cuyo  poder social es igual a 0] y réseaux sociaux [denominación oficial para valorizar un nuevo tipo de sociabilidad a través del uso  intensivo de las redes del internet]

[2] Este dispositivo es utilizado en el metro de Londres donde, según la afluencia y las necesidades de control de los flujos, las máquinas (distribuidores de boletos, tornos automáticos) aceleran o frenan el ritmo de los peatones. 

[3] No se puede hablar de ciber-socialismo: una colección de individuos-números no forma una sociedad.

[4] Escritor, humanista  y  poeta francés del siglo XVI. Famoso por su obra Discurso de la servidumbre voluntaria.

[5] Identificar: enemigo o amigo

[6] Lider de Francia Insumisa.

[7] Esta sociedad, a finales de 2019, contaba cerca de 266 millones de clientes en el mundo.